RETRATO DE MI PADRE*
Mi
padre es el Dr. Herman Jacob Flax, tiene 92 años, reside con su esposa actual en
Washington, D.C. y hace casi tres años que está prácticamente ciego. Por esa
razón dejó de ejercer la medicina a mediados del 2006; tenía entonces 89 años.
Conoció a mi madre, Josefina
Guarch, cuando ambos
estudiaban medicina en el Medical College of Virginia en Richmond. Nació en
Richmond en 1917 y allí estudió hasta graduarse de médico a los 23 años en 1940
y terminar su internado en 1941. Mi madre hizo su internado en Nueva York y allí
se casaron. En 1941 llegaron a Puerto Rico en barco de vapor. Él salía de su
país por primera vez y ella regresaba al suyo después de cinco años de ausencia.
Mis abuelos maternos, Abo y Aba para mí, conocieron a mi padre en persona cuando
asistieron a la graduación de su hija, pero ya lo conocían por cartas que mi
padre les escribía, algunas en español rudimentario, porque se propuso
aprenderlo a pesar de que su futuro suegro hablaba y escribía perfectamente el
inglés.
Abo y Aba recibieron a mi padre con los brazos abiertos; no así a mi madre mis
abuelos paternos. Se opusieron tenazmente al matrimonio sólo porque mi madre no
era judía. Al casarse con mi madre, mi padre contravino la voluntad de sus
padres, cosa muy seria en su situación familiar.
En 1941 Abo y Aba vivían en Manatí, en unos altos al lado del cine Taboas. Allí
fueron a tener mis padres cuando llegaron a Puerto Rico, a la casa de los
abuelos donde también vivían las hermanas de mi madre. Había una terraza
espaciosa donde mi abuelo hizo construir una casita de madera que fue dormitorio
de mis padres hasta 1944 cuando nos mudamos a San Juan. Nací en 1942.
Mi padre es el hijo mayor de judíos ortodoxos que a principios del siglo pasado
emigraron a Estados Unidos desde Letonia, adolescentes ambos, cada uno por su
lado y fueron a parar a Richmond, Virginia. Allí se conocieron, se casaron,
procrearon tres hijos, residieron y fallecieron. Cuando llegaron a Estados
Unidos, mis abuelos paternos leían hebreo, hablaban yiddish, probablemente letón
y quizás alemán. En Estados Unidos aprendieron inglés, lo escribían
fonéticamente y lo hablaban con marcado acento “Fiddler on the Roof”. Desde que
yo recuerde y hasta el día de hoy, sobre la cómoda de mi padre, tanto en Puerto
Rico como en Washington, están y han estado siempre a plena vista dos
fotografías color sepia y enmarcadas, una de su padre y otra de su madre. Allí
estuvieron sus fotos todos los años cuando no tuvieron contacto con mi padre por
haberse casado con mi madre. Pienso en el quinto mandamiento.
Seguramente mi padre era religioso antes de conocer a mi madre, pero durante el
tiempo que estuvieron juntos lo suprimió. Mi madre era humanista, individualista,
ética, bondadosa y atea. Para ella Dios, el que fuese, era un concepto
administrado por instituciones religiosas y no siempre para beneficio de sus
feligreses. Cuando se conocieron, mi padre observaba todas las reglas
alimentarias del judaísmo ortodoxo; sin embargo, cuando lo conocí comía jamón,
morcillas, pernil de cerdo, lechón asao, langostas, calamares, camarones, pulpos
y crustáceos, manjares todos prohibidos por la ortodoxia judía. Bien podía
terminar una cena con flan con lo cual coronaba su apostasía. Me sorprendí un
poco al verlo feliz dentro de la ortodoxia judía que practica su actual esposa.
Me di cuenta de que su actitud demuestra sabiduría.
Mi padre escribió un libro, “Life to Years”, publicado en 1995, donde narra
elocuente y detalladamente el medio siglo que estuvo en Puerto Rico. Los
primeros capítulos revelan su amor y
admiración
por mi madre, sus años iniciales en un Manatí ya inexistente, sus primeros años
de médico en los hospitales de distrito de Bayamón y Arecibo, en su oficina en
Morovis y en el Fondo del Seguro del Estado. Cuando trabajaba en “El Fondo” me
dijo, orgulloso, que viajó por toda la isla en un Ford “indestructible”
visitando dispensarios y que llegó a conocer todas las carreteras de Puerto
Rico. En esos primeros capítulos se nota su amor por Puerto Rico y por su gente.
Además, el libro trata del desarrollo en Puerto Rico de la fisiatría, la
medicina física y de rehabilitación, rama de la medicina en que obtuvo su
especialidad en 1951 en los Estados Unidos y Canadá. Mi padre trajo la fisiatría
a Puerto Rico.
Puerto Rico nunca fue obstáculo para mi padre, todo lo contrario; aquí se
realizó como médico y atendió a miles de pacientes; aquí fue profesor de la
Escuela de Medicina; aquí (en el Hospital de Veteranos donde dirigía el Servicio
de Medicina de Rehabilitación) estableció una residencia en fisiatría donde por
años entrenó a muchos médicos de Latinoamérica y el Caribe; aquí escribió sus
trabajos científicos; aquí se hizo famoso; aquí tuvo a su familia y aquí vivió
los mejores años de su vida casado con su gran amor. Enviudó en 1973 y no se
volvió a casar hasta 1986. En 1991 se mudó a Washington, D.C., por insistencia y
conveniencia de su nueva esposa.
Mi padre es una eminencia mundial en su especialidad;
ha recibido más de cincuenta premios y distinciones que incluyen: el
“Outstanding Alumnus Award” del “Medical College of Virginia”, el “Lifetime
Achievement Award” de la “International Rehabilitation Medicine Association”
(IRMA), que presidió, y “The Golden Key Award”, la más alta distinción del
“American Congress of Rehabilitation Medicine”. Además de haber sido profesor en
la Escuela de Medicina de Puerto Rico, lo fue en el Medical College of Virginia
(su alma mater). Ha escrito y publicado más de cien artículos médicos y
científicos. No le interesó jubilarse. Ejerció su profesión por sesenta y seis
años hasta perder la visión. Todavía es miembro, aunque inactivo, del Colegio de
Médicos Cirujanos de Puerto Rico; su licencia es la 132. En 1950 fue uno de los
tres fundadores de la Sociedad de Niños y Adultos Lisiados de Puerto Rico, en la
actualidad la Sociedad de Educación y Rehabilitación de Puerto Rico (SER), cuyo
nuevo centro de rehabilitación en Hato Rey llevará su nombre.
A principios de los años cincuenta la reputación de mi padre como médico
fisiatra había llegado a oídos de un señor de la burguesía haitiana, quien vino
a Puerto Rico con su esposa y su niña, que padecía de perlesía cerebral.
Interesaba que mi padre la examinara. Como resultado de esa visita se inició una
amistad con la familia haitiana y mis padres comenzaron a viajar a Haití. Allí
conocieron a una extraordinaria monja episcopal de Boston, Sister Joan Margaret,
que había establecido un orfelinato y centro de enseñanza llamado École
St.Vincent, cerca de Puerto Príncipe, para el cuido de niños huérfanos y niños
abandonados, todos muy pobres y casi todos discapacitados. Sin los oficios de
Sister Joan esos niños no hubiesen tenido ninguna oportunidad en la vida. Sister
Joan, por su obra y su persona, impresionó mucho a mis padres y él estuvo yendo
a Haití todos los años, tres o cuatro veces al año, a llevar medicamentos, a
evaluar y tratar a los huérfanos con impedimentos físicos de École St.Vincent y
a entrenar personas que ayudaran en los tratamientos que él prescribía. Cuando
yo tenía doce años lo acompañé en uno de esos viajes, me llevó al orfelinato de
Sister Joan y recuerdo con asombro y pena lo que allí vi. Aunque continuó
enviando medicamentos y siguió en contacto con Sister Joan, mi padre dejó de ir
a Haití cuando subió al poder François Duvalier (Papa Doc); mi padre era amigo
de personas perseguidas por Papa Doc, algunas de las cuales habían sido
brutalizadas por los Tontons Macoutes.
Su larga estadía en Puerto Rico transformó a radicalmente a mi padre en un ser
con dos patrias:
Estados Unidos, la de su intelecto y Puerto Rico, la de su
corazón. Sé que más que ninguna otra somos “su gente”. Lo veo ahora en Estados
Unidos, donde parece todo un americano, casado con una americana, residiendo en
Washington, D.C., pero sé que hubiese preferido quedarse en Puerto Rico y que
está “por allá” porque así lo prefiere su actual esposa, Melanie, quien lo
quiere, lo admira y lo cuida.
Mi padre también escribe poemas como pasatiempo. Comenzó a escribir poesía en la
adolescencia pero no publicó hasta los 67 años. Ha publicado tres poemarios en
inglés: “September Songs” (1984), “Songs of my Sixties” (1987) y “Four Score and
Five - Songs of my Eighties” (2002). Los poemas de mi padre son sencillos,
cultos, y de emoción contenida. Un día me dijo, à propos de rien, que yo era
“the poet in the family”. Se lo agradecí porque no fue un mero elogio; sé que lo
cree de verdad. Mi padre nunca me dispensó meros elogios. En su madurez y la mía
hemos comprendido que nos amamos y nos admiramos.
Mis abuelos paternos tenían poca instrucción formal pero tenían mucho interés en
que sus hijos se educaran y se hicieran profesionales. Mi padre se hizo doctor
en medicina, su hermano, economista, y su hermana, la menor de los tres, se
graduó de universidad. Mi padre, sin embargo, sobrepasó las expectativas de los
suyos porque, además de graduarse de médico donde se hizo famoso, se convirtió
por su propio esfuerzo en un hombre cultísimo. Sus conocimientos abarcan mucho
más que la medicina, son enciclopédicos. Cuando era estudiante, mi
padre trabajaba de ujier en los teatros para tener acceso gratis a conciertos.
Su conocimiento de música clásica es extenso, no sólo las obras y biografías de
los compositores sino también las formas musicales. Desde que yo recuerde tenía
una nutrida discoteca. Vi la transición de 78 rpm a 33 rpm (primero alta
fidelidad y luego estereofonía) y por último a los CD. Apoyó desde sus comienzos
al Festival Casals y me llevaba a sus conciertos. Su biblioteca, en la casa
donde crecí, tenía miles de libros y se los había leído todos. Recuerdo el gran
tablillero de madera que llegaba hasta el techo, cubría dos paredes y tenía una
escalera de madera que rodaba apoyada arriba en un tubo. Aparte de libros y
revistas sobre medicina, lo que más leía era prosa en inglés: novelas, cuentos y
ensayos. Lo recuerdo leyendo en su butaca y fumando pipa por las noches después
de cenar. Un día llegó a casa André Kostelanetz, muy amigo de mis padres, con
Lin Yutang. Subimos todos a la biblioteca, mi padre rodó la escalera, bajó seis
o siete novelas del prolífico novelista chino y éste se las autografió. A menudo
llegaba a la casa gente muy diversa invitada por mi padre. Mi madre y yo nos
asombrábamos de oírlo conversar con algunos de esos extraños sobre temas que
jamás se tocaban en casa y que nunca ni siquiera le habíamos escuchado mentar,
por ejemplo, economía, la bolsa de valores o deportes. Tenía una memoria
envidiable. Digo tenía porque ya no tanto; se queja de que la está perdiendo
pero se sonríe cuando lo dice. Desde que perdió la vista, “lee” escuchando
grabaciones de libros, sin embargo echa de menos no poder leer a causa de su
ceguera. Me ha dicho que no es lo mismo leer que escuchar.
Mi padre fue un viajero empedernido hasta los 89 años cuando en Escocia,
repentinamente, se quedó casi ciego de su mejor ojo. Me ha dicho que viajar es
lo más que echa de menos. Tiene un mapa del mundo colgado en la pared donde ha
clavado cientos de tachuelas de cabeza redonda y colores distintos para señalar
los lugares donde ha estado.
En Puerto Rico mi padre siempre fue “el americano”, pero fue un americano sui
generis. Además de su vasta cultura, que de por sí lo
coloca en minoría, me doy
cuenta de su singularidad cuando considero que sus hermanos hablan con marcado
acento sureño, pero su acento, aunque norteamericano, no responde a ninguna
región de los Estados Unidos. Se enseñó a sí mismo a hablar de esa manera.
También es único porque, a pesar de que llegó adulto a Puerto Rico, aprendió a
hablar español casi perfectamente. Digo “casi” porque a veces tropieza con los
tiempos compuestos del condicional y el subjuntivo, y comete algunos errores de
género cuando una palabra tiene la desconsideración de no terminar en “a” o en
“o”, por ejemplo: catedral. Si no se cuida, dice “el catedral”. Su conocimiento
de nuestro idioma es profundo. Lo he comprobado muchas veces en las discusiones
minuciosas que hemos tenido sobre alguna palabra o frase de las traducciones que
he hecho de algunos de sus escritos y ponencias, que gusta salpicar de aforismos
y frases idiomáticas, y que pretende que se las traduzca al español. También lo
he comprobado por los acertadísimos comentarios que me ha hecho sobre mis poemas.
Se ha leído todos mis poemarios. Ya no podrá leer el próximo. Espero poder
leérselo.
Jamás lo vi jugando dóminos, ni cartas, ni juego de mesa alguno, salvo cuando
era niño que en contadas ocasiones jugó “monopolio” conmigo y mis amigos vecinos.
Cuando yo era muy niño lo recuerdo jugando pelota con los padres de mis amigos
en la calle de gravilla, sin salida, donde estaban enclavadas las siete casas
del diminuto vecindario llamado Munet Court a donde nos mudamos en 1944.
Entonces mi padre tenía 27 años de edad y hacía tres que ejercía la medicina.
A mi padre nunca le interesó dar opiniones y no opina a menos que se vea
obligado a hacerlo, pero cuando las da son claras, directas y bien fundamentadas.
No “dora píldoras”, pero tampoco ofende. Nunca disfrutó de conversaciones
banales ni del chisme y se cuida de hablar mal de los demás.
Mi padre es y siempre ha sido muy sociable; de joven le gustaban las fiestas y
salir a bailar con mi madre. (Mi madre decía que no sabía bailar.) Recuerdo
fotos de ellos en el Jack’s Club y en el Normandie. Recuerdo las tres o cuatro
fiestas anuales que por años mis padres celebraban en la casa de Munet Court, su
primera casa, de dos plantas, con la sala abierta a un gran balcón y mucho
patio. La gente llegaba “bien vestida”: los hombres con chaquetón y corbata o
guayabera y las mujeres con trajes de fiesta. Mi padre usaba guayabera. Se bebía
bastante y de vez en cuando alguien bebía demasiado. Recuerdo que al terminar
una fiesta un invitado no aparecía por ningún sitio. Luego de registrar toda la
casa, lo encontraron dormido dentro del clóset del recibidor.
Mi padre tenía buena voz de tenor y, luego de haberse dado unos tragos de ron El
Dorado, cantaba acompañado al piano por Ángel Luis Díaz, hijo del director de
orquesta Carmelo Díaz Soler. Angel Luis prefería Don Q Oro. Cuando se escuchaba
a mi padre entonar “Un viejo amor” a dúo con Ángel Luis, la fiesta estaba en sus
últimos aleteos. Ángel Luis y su esposa, Blanca, fueron grandes amigos de mis
padres y nos visitaban con frecuencia. Cada vez que Ángel Luis llegaba a casa se
armaba una pequeña fiesta; Ángel Luis tocaba el piano y era evidente lo bien que
lo pasaban. Después de morir mi madre, las visitas terminaron porque exacerbaban
su ausencia.
Mi padre siempre fue un hombre ocupado. Durante parte de mi niñez estuvo fuera
de Puerto Rico haciendo su especialidad en fisiatría y su maestría en medicina.
De mis primeros años tengo pocos recuerdos de él; uno resalta: una noche, que
estaba yo en mi cama, llegó y me puso al frente el enorme diccionario Webster
que venía con mesita, y me dijo: “Para cuando aprendas a leer”. Años después
recuerdo que nos llevaba, a mi hermana Judy y a mí, los domingos a la playa de
Palo Seco, hoy Levittown, dónde pasábamos toda la mañana. A veces caminaba con
nosotros por la playa; nos señalaba y decía los nombres de los animales y
plantas que veíamos en los arrecifes pegados a la orilla y los de los caracoles
que recogíamos en la arena. Pero mayormente lo recuerdo recostado a la sombra
leyendo. Cuando regresábamos a casa, ya estaba listo el almuerzo dominguero.
Mi padre fue mejor maestro que amigo. Cuando yo era adolescente resentía su
insistencia en “sacar buenas notas”. Mi padre se
graduó de escuela superior a
los 15 años y fue becado para estudiar bachillerato. Se graduó de universidad
con honores a los 19 años y a los 23 años ya era médico. En la escuela de
medicina fue el segundo estudiante más aprovechado de su clase; el estudiante
más aprovechado de esa clase fue mi madre. Mis malas notas y mi apatía por los
estudios dieron motivo a desasosiego de su parte y de la mía. Había un impasse
entre mi padre y yo: él insistía en que había que cumplir con el deber de sacar
buenas notas, y yo insistía en cumplir con lo que yo quería hacer, que no era
estudiar. Mucho después me di cuenta de que gran parte del problema era la
escuela donde estudié desde primero hasta décimo grado, St John’s School en el
Condado.
En julio de 1957, a punto de cumplir quince años, acompañé a mi padre a Europa,
en un viaje grupal relacionado con su especialidad; mi madre no pudo acompañarlo
por compromisos profesionales. Nunca antes habíamos estado tan cerca. En un
Lockheed Constellation de cuatro motores de hélice y pistón cruzamos el
Atlántico desde Newfoundland hasta Glasgow con escala en Groenlandia. El cruce
tomó 17 horas. Atravesamos Inglaterra en autobús desde Glasgow hasta Londres y
nos detuvimos en varias ciudades (recuerdo a Stratford-on-Avon, cuna de
Shakespeare, donde vimos uno de sus dramas históricos, “King John”). Luego
volamos a Estocolmo, Oslo, Copenhague y, por último,
París. Mientras él visitaba hospitales y centros de rehabilitación, yo campeaba
por mis respetos. Pasaba el tiempo en zoológicos, acuarios y museos y en
deambular; luego nos encontrábamos en lugares acordados o en el hotel. A uno de
esos lugares, un restaurante en el Tivoli de Copenhague, me presenté con una
muchacha que conocí en una guagua; como no cabíamos los dos en la mesa del grupo,
nos acomodaron en una mesa aparte. A mi padre no le cabía la sonrisa en la cara.
En París fuimos con el grupo a Le Moulin Rouge donde ingerí una considerable
cantidad de escargots ordenados por una americana del grupo que, al verlos, ni
los quiso probar. También fuimos con el grupo al Folies Bergère, donde por los
ojos ingerí una enorme cantidad de desnudez femenina. Llegué al décimo grado con
mucho que contar.
Después que falleció mi madre ocurrió un acercamiento entre nosotros. Con el
loable pretexto de hacer ejercicios nos reuníamos dos veces por semana en el
gimnasio del Servicio de Medicina de Física y de Rehabilitación del Hospital de
Veteranos, que él dirigía. El propósito explícito era hacer ejercicios;
implícito estaba acercarse a su hijo. Conversamos mucho durante esa época y
logramos un gran acercamiento, pero ya era demasiado tarde para convertirse en
“pana” de su hijo y tampoco le iba a su personalidad. Cuando comencé a ejercer
la abogacía, me decía que un profesional debe aspirar a la excelencia: a ser
entre colegas primus inter pares. Durante esos años en el gimnasio, mientras
corríamos alrededor de la piscina, le aclaré que mis pares no eran los abogados
y que me importaba poco la opinión de los poetas de mi generación que había
conocido porque los poetas a quienes admiraba estaban muertos. Ya yo tenía
treintaicinco años y había ejercido la abogacía por más de siete, casi todos
como empleado del ELA. Acabó por aceptar que a mí me importaba poco mi profesión
y que la abogacía era sólo un medio de ganarme la vida. Ya yo había publicado
dos poemarios, hacía veinte años que escribía poesía y sabía que mi profesión
era escribir. No volvió a plantear el tema.
Mi padre es un excelente conferenciante y se expresa con inteligencia y soltura.
Improvisa bien aunque no tanto en español; no porque desconozca las sutilezas
del idioma, sino porque para él el español es el idioma de la emoción. Hace como
cinco años lo acompañé a una cena formal en San Juan celebrada en su honor,
donde le hicieron un reconocimiento y le anunciaron que el nuevo centro de
rehabilitación de la Sociedad de Educación y Rehabilitación (SER) llevaría su
nombre. Se levantó “a decir unas palabras”. En contra de mis consejos decidió
improvisar en español: los recuerdos lo abrumaron y se le cortó la voz; cesó de
hablar por unos segundos; terminó su discurso en español y quedó bien.
En casa se hablaba inglés y español pero no se mezclaban. Mi madre y yo siempre
hablábamos en español. Con mi padre yo hablaba inglés casi todo el tiempo; había
interés en que los hijos aprendieran ambos idiomas. Mi madre y mi padre hablaban
usualmente en inglés, pero también en español: dependía del idioma que escogía
el que iniciaba la conversación. Cuando el tema era la medicina casi siempre
hablaban en inglés. Durante el viaje que hicimos a Europa en 1957, en París
insistió que habláramos solamente en español; no quería en ese momento ser un
americano en París.
Ya casi ha terminado el paso de mi padre por el mundo. (Ojalá que viva muchos
años más). Cuando hablo con él por teléfono lo encuentro de buen humor; se queja
de que su ceguera le impide viajar: “I miss travelling”. También se queja de que
está perdiendo la memoria: “My memory is not what it used to be”. No obstante,
todos los días “lee” libros escuchándolos en un aparato, oye música y conversa
con su esposa. Con ella va a la sinagoga los viernes al atardecer y los sábados
por la mañana, y también a conciertos en la ciudad. Tres o cuatro tardes por
semana va a un centro de envejecientes a hacer ejercicios y a correr en
bicicleta estacionaria.
Los allegados a mi padre lo llaman “Herman”. Su familia y sus primeros amigos
puertorriqueños le decían “Jake”. Mi madre siempre lo llamó “Jake”, y él a ella
“Pepita” por su
apodo de Josefina. Para la familia y los amigos íntimos siempre fueron “Jake y
Pepita”. “Herman” es la aproximación acústica en inglés de su nombre hebreo: “Jaim”.
(La “J” es la castellana carraspeada.) Si hubiese sido un español castellano se
hubiese llamado “Jaime”. Es una característica etimológica creada quizás por la
diáspora: todo judío tiene dos nombres, uno en hebreo y otro en el idioma del
país donde reside que “suena” como el nombre hebreo. “Jaim” (escrito “Chaim” en
inglés) significa “Vida”. Mi padre se llama “vida”; su vida extraordinaria y
ejemplar le hace honor a su nombre. Mi padre ha sido y sigue siendo, al máximo
de sus capacidades, artífice de su vida. Además, con su vida honra a sus padres
–recuerdo sus retratos encima de su cómoda– pues estudió lo que sus padres
querían y sobrepasó por mucho sus expectativas. Honra también a sus raíces
porque “la vida” es el valor judaico fundamental.
Es conocido
el brindis judío:“La Jaim”, que significa “A la Vida”.
Papi, “La
Jaim”
Hjalmar Flax
octubre de 2009
Miramar, San Juan, PR
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* Publicado en Revista La Torre, Universidad de Puerto Rico, Año 14, Núm 53 -
54, julio - diciembre 2009
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