La fama y otras desgracias
Recientemente asistí a un simposio celebrado y cerebrado en el Ateneo Puertorriqueño dedicado al delicado tema de la presencia del escritor puertorriqueño en el extranjero. Variante de tal delicadeza es el puertorriqueño como escritor extranjero en su propio país. En este último contexto, extranjero significa desconocido. Descubro la última manifestación y amarga denuncia de esta situación en un artículo titulado Escritor invisible busca mecenas, del joven escritor puertorriqueño Francisco Font Acevedo, publicado en Expresión, el periódico de los universitarios, Marzo 2004, cuya existencia hasta hace unos días desconocía.
El simposio y el artículo validaron viejas sospechas. Puede el simposio resumirse así: el escritor puertorriqueño no tiene presencia en el extranjero; y el artículo así: el escritor puertorriqueño no tiene presencia en su país. Hay la excepción, por supuesto, pero por su propia naturaleza confirma las anteriores generalizaciones. Y vale apuntar que las excepciones son muy escasas.
Agobiado por el peso de una estadística (que doy por buena: el 99.9% de los residentes de Puerto Rico lo desconocen), Font, cuentista por lo que dice en su artículo, quiere dejar de ser invisible, quiere reconocimiento. La solución que a su agobio le provee el simposio es que se deje de cuentos y escriba novelas para así entrar al reino de las remotas posibilidades. Eso es sin duda descorazonador, pues aparentemente lo que le interesa a Font es el cuento y no la novela. Confieso que soy uno de los 99.9% de puertorriqueños que no sólo no ha leído a Font sino que no sabía ni que existía hasta que por casualidad cayó en mis manos el citado número de Expresión. Ahora podrá sentir Font la diminuta alegría de que alguien que no es ni pariente ni amigo está enterado de su existencia.
Yo hago poemas y el simposio del Ateneo confirmó la total libertad que mi duro oficio me depara. Allí aprendí que sólo los novelistas puertorriqueños tienen una remota posibilidad de darse a conocer en el extranjero, pero que los cuentistas y los poetas no tienen ninguna, a menos que se den a conocer primeramente como novelistas.
En lo que a mí respecta, me alegra no tener la más remota posibilidad de darme a conocer en el extranjero porque plantearme la posibilidad de escribir una novela, hacer un escrito de cientos de páginas, me apabulla, me causa vértigo existencial, y finalmente parálisis. Un poema de diez o veinte versos me da tanto trabajo que no concibo cómo alguien pueda escribir una novela, cuanto más que algunos poemas (menos mal que pocos) me han tomado hasta diez años terminarlos. No tener la menor posibilidad de darse a conocer en el extranjero le concede al poeta (y al cuentista) puertorriqueño su enorme libertad: le permite dedicarse a su oficio sin la menor tentación de hacerse famoso y rico. Espero que Font no se sienta tentado por el mito norteamericano de que sólo se “llega” cuando se llega a ser “rich and famous”. Creo que es lo peor que le puede ocurrir a un escritor, salvo literalmente morirse de hambre. Para un escritor, la fama y el dinero son derivados tóxicos del oficio y como tal deben manejarse con cuidado y distanciamiento para no perecer por sus efectos nocivos.
La ambición de fama y dinero debe relegarse a otras actividades tales como: los deportes, los grandes espectáculos, el crimen organizado, el tráfico de drogas y demás contrabando, el peculio a gran escala, el fraude masivo, el desfalco monumental, las empresas capitalistas, la destrucción del planeta, la manufactura y promoción de aparatos bélicos para la guerra contra el terrorismo, y demás empeños prominentes y lucrativos.
Abandonar toda esperanza de hacerse rico y famoso aplica particularmente al poeta en cualquier lugar si consideramos lo siguiente. Es muy difícil (por no decir imposible) disfrutar de poesía en un idioma que no es el vernáculo, y hasta en un dialecto que no es dialecto del lector, aunque comparta con el poeta un vernáculo común. Además, es muy difícil traducir poesía (requiere recrearla, es decir, ser a la vez traductor y poeta o al menos profundo lector de poesía). Y para rematar, la traducción de poesía es la peor paga de todas. Por todas estas razones es muy remota la posibilidad de que un poeta sea traducido a otras lenguas. (Y no agiten el pendón Neruda, por favor.)
Por si lo dicho no fuese poco, el poeta puertorriqueño confronta otras desalentadoras dificultades. Escribe en español y en su metrópolis, Washington, se habla inglés. En su antigua ex-metrópolis, Madrid, les importa poco la literatura hispanoamericana; cuestión de sensibilidad, historia, gusto literario, e imperativos dialectales, no de malas leches. ¿¡Latinoamérica, última esperanza!? Piano, piano, pues en ese mare nostrum también hay inmensos escollos. Además de las mentadas cuestiones, prevalece más de lo que pudiera pensarse la crítica inculta y decimonónica de que somos colonizados y por eso no hay más que hablar (ni que leer). Puede ser cierto, o no ser cierto, que seamos colonizados pero lo que sí es cierto es que eso no importa para evaluar excelencia literaria.
Por último, sí, hay poetas puertorriqueños que escriben en inglés, algunos excelentemente, pero ni “allá” ni “acá” se les ha dado gran reconocimiento. Otros, los que más reconocimiento han recibido escriben en “spanglish”, por lo visto más efectivo que el inglés para adquirir un poco de reconocimiento en la metrópolis angloparlante. No olvidemos que este “spanglish” viene integrado a tonos, temas y banderines de la experiencia minoritaria en el ghetto del cual, como diría Cavafis, es imposible escapar. Parafraseo versos de su poema “LA CIUDAD”: “Dijiste -Iré a otra tierra, iré a otro mar. / Otra ciudad mejor encontraré. / [...] / No hallarás nuevas tierras, no hallarás otros mares. / El ghetto te seguirá. / Vagarás por las mismas calles. / Y en el mismo ghetto envejecerás. [...].” Falleció hace poco el poeta Pedro Pietri, quizá el mejor y más representativo de los “spangloescribientes” del ghetto puertorriqueño neoyorquino. Dios lo mantenga en su ghloria. Tal parece que para llamar la atención en casa del colonizador un escritor que no es “blanco, anglosajón y protestante” tiene que bailar al son que baile su minoría en las calles del ghetto. Allá, “Puertorrican” no es gentilicio de caché.
Y no pasemos por alto que aun los grandes poetas (de cualquier país) no pueden subsistir de las regalías de sus poemarios (absit excepción Neruda) y que están condenados al castigo bíblico. Tal desgracia del poeta es su buena suerte, y por lo visto no hay mejor suerte que la del poeta puertorriqueño compartida por los cuentistas del patio. El cuentista Font (y lo entiendo) desea liberarse del castigo bíblico y se plantea el mecenazgo como la última coca-cola en el desierto donde se percibe. No parece que lo diga en broma (aunque esa fue la primera impresión que tuve). No hay mecenas, desconocido Font. En ocasiones extraordinarias alguien (que usualmente no lo necesita) es nombrado por el gobierno de su país al puesto de “poeta o escritor en residencia”, “poeta laureado”, etc.. Ese mecenas tampoco lo da de gratis, pues los agraciados escritores tienen obligaciones.
El caso de nuestro mayor poeta, Luis Palés Matos, es una gloriosa excepción. Tuvo la suerte de vivir bajo el largo gobierno de Luis Muñoz Marín, quien reconoció su talento y le proveyó modestas pero adecuadas fuentes de ingresos para que se dedicara a escribir lo que le diera la gana. Sólo le pedía a cambio, que de vez en cuando fuera a La Fortaleza, la casa del gobernador, a conversar con él y darse el trago. Y para eso enviaba un chofer a buscarlo. Pero Palés se lo merecía de sobra.
Ya estimado Font (y por eso incurro en tutuearte), siento la obligación de pedirte excusas porque sin conocerte ni haberte leído te he tomado de pretexto, como también la obligación de agradecerte la oportunidad que me has dado para decir lo que he dicho. Creo que tu ambición por dejar de ser invisible es muy peligrosa para tu escritura. Considera abandonar tu ambición altamente impráctica de hallar un mecenas por la alcanzable meta de plegarte al castigo bíblico y obtener una fuente de ingresos que te permita escribir lo que te dé la gana, cuándo te dé la gana y cómo te dé la gana. Y no olvides, Font, que a menos caudalosa la fuente más llevadero el castigo. Considera que rico no es el que tiene mucho sino el que necesita poco. Para el poeta y el cuentista (ya que en términos de reconocimiento en el patio y en el extranjero los doctores del simposio nos han colocado en la misma yola) la mayor riqueza es el tiempo.
Creo que quien escoja ser escritor, o cualquier rama de creación artística, con la intención de hacerse famoso y ganar dinero, ya tiene comprobado (ipso facto y sin duda) que no es artista. El arte escoge al artista y no viceversa. Sé que mi oficio me escogió a mí desde muy pequeñito y que al ejercerlo cumplo mi destino. Dejar de ejercerlo me causaría mucha tristeza, gran desorientación, profundo desasosiego y posiblemente deseos de suicidarme.
Hace tiempo descubrí una pesada metáfora que pinta lo que debe ser la realidad del poeta (y, por qué no, la del cuentista): Lanzar una piedra al centro de un infinito lago sereno produce una serie de círculos concéntricos y dinámicos. La piedra es el poema, y en el centro, en el primer círculo, está el poeta solo. En el segundo círculo están los pocos íntimos y buenos lectores; en el tercer círculo quizá estén los parientes, los conocidos, etc., poco importa; y en cuanto a los demás círculos, nada importa quiénes estén ni a dónde lleguen las ondas que se van propagando en la superficie del lago. Para mí, el primer círculo es, por mucho, el más importante: el poema me tiene que llegar a mí y, después que me llega a mí, entonces pasa a mis buenos íntimos lectores. Disfruto sus elogios, pero no me agobian sus rechazos. Considero sus críticas y opiniones para ver lo que he pasado por alto, lo que mi entusiasmo ha falsificado, porque nadie considera a sus hijos feos, ni le apestan... etc. Con rarísimas excepciones no muestro un poema que no haya vuelto a considerar desde la distancia de una temporada en la oscuridad de la gaveta.
Escribo fundamentalmente para mí mismo; escribo de lo que se me antoja (o, mejor dicho, se le antoja a las invasoras palabras obsesivas); escribo con todo el peso de mi tradición encima de mi pluma (entiéndase mi bolígrafo Pilot y/o el teclado de mi computadora); escribo atento a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad (entiéndase la verdad poética que es la verdad de la emoción); escribo tratando de alcanzar la excelencia (aun sabiendo que no la alcanzaré); escribo tomándome todo el tiempo necesario (y el que no es necesario) para terminar un poema o abandonarlo por un momento o para siempre; escribo sometido al ojo crítico y al oído severo de sólo un lector (servidor suyo); escribo para complacer totalmente a ese lector; y, por supuesto, escribo con la gran humildad que me impone conocer a algunos de los pocos grandes poetas que en el mundo han sido.
Cuán lejos está de esto el periodista o el abogado que tiene que entregar su escrito en una fecha límite, en un plazo improrrogable o, como se dice en inglés, un “deadline”. Cuanto más que el escrito del periodista o del abogado tiene la vigencia de lo que dure la noticia o la causa ante el tribunal. Para el poeta, el “deadline” es indeterminado y misterioso: se lo impone la muerte; y la vigencia de su poema también es indeterminada y misteriosa: la determinan lectores que aún no han nacido y que lo leerán en otro mundo.
Pienso en Garcilaso de la Vega ... releo la Égloga Primera, y sé que tengo razón.
Hjalmar Flax
Miramar, Santurce P.R.
abril
del 2004
Publicado en la Revista Domingo de El Nuevo Día el 25 de julio de 2004.
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