Entrevista por Carmen Dolores Hernández
(publicada en su libro A viva voz, Editorial Norma. 2008)

HJALMAR FLAX Y SU POESÍA
(¿Llorando a carcajadas o riendo a lágrima viva?)


Carmen Dolores Hernández: Dime algo de tu trasfondo personal.
Hjalmar Flax: Nací en el Hospital de Distrito de Bayamón en 1942 cuando mis padres vivían en Manatí con mis abuelos maternos. Me parece que entonces mi madre trabajaba en ese hospital. Viví en Manatí mis primeros dos años. Luego nos mudamos a donde me crié, a una casa que era parte de un desarrollo de siete casas en medio de la nada que se llamaba Munet Court. Quedaba en la Carretera Núm. 2, más o menos a mitad de camino entre San Juan y Bayamón, cerca de la entrada del Fuerte Buchanan. Para efectos postales era Bayamón; para otros efectos era Guaynabo. Era como un pequeño barrio de una sola familia. No tuve la experiencia de vivir en el campo, en un pueblo, en una urbanización (en esa época aún no había), ni en una ciudad. Me crié jugando con otros niños vecinos y campeando por un cercado de vacas y un monte de mogotes desde el cual se veía la bahía de San Juan. Ese monte fue la gran gran aventura de mi niñez. Estábamos aislados; no salíamos del barrio a menos que algún adulto nos sacara en automóvil. Me llevaban en automóvil a la escuela y, por un tiempo en una guagüita contratada por un grupo de padres para que llevara sus hijos a escuelas en San Juan. En esa guagüita conocí a mi primera novia, mi primer amor pasajero, como diría Cabrera Infante.

CDH: ¿Te criaste en medio de la nada?
HF: En cierto sentido sí: Munet Court estaba aislado. Lo único que nos quedaba cerca era un garaje de gasolina Esso, Cafeteros de Puerto Rico, y los inmensos almacenes de madera de García Comercial.

CDH: Tu niñez fue bastante particular para el momento. Tus padres eran ambos profesionales; tu madre, tengo entendido, era ginecóloga.
HF: Sí, lo era; murió en 1973. Se llamaba Josefina Guarch. Mi padre y mi madre se conocieron estudiando medicina en Estados Unidos. Mi padre nació allá; es hijo de emigrantes judíos procedentes de Letonia. Llegó a Puerto Rico en 1941 a los 24 años, ya médico y casado con mi madre. Me imagino que al principio le fue difícil, porque no conocía el idioma ni la cultura, pero me parece que Puerto Rico fue su más grande aventura, no sólo porque hizo aquí su carrera médica, sino porque estaba muy enamorado de mi madre. En la primera parte de su libro, Life to Years, narra cronológicamente los 50 años que vivió en Puerto Rico. Tiene que ver no sólo el comienzo de su carrera como médico generalista en Manatí, Morovis y Arecibo, sino también con el desarrollo de la medicina física y de rehabilitación en Puerto Rico, donde jugó un papel muy importante. Tiene, también, tres poemarios publicados, lo que valida el aforismo: “lo que se hereda no se hurta.”
        Tanto él como mi madre fomentaban en sus hijos el respeto a los demás y la igualdad en la pareja. Recuerdo que Mami me dijo en varias ocasiones: “Tu padre es un hombre muy honorable.”, y mi padre me decía: “Tu madre es una mujer brillante.” Entendían el ejercicio de la medicina como un privilegio que imponía el deber de servir, y consideraban que el médico, por ser un miembro privilegiado de la sociedad, venía obligado a dar el buen ejemplo. Siempre he tenido una altísima opinión de ambos.

CDH: ¿Te afectó de alguna manera que tu madre fuera una profesional en un momento en que casi ninguna mujer lo era?
HF: Creo que para bien, porque me dio una visión de la mujer poco usual en esa época. Nunca me pareció que una mujer médico fuese algo excepcional, a pesar de que en ninguno de los hogares del barrio había otra madre profesional: todas eran amas de casa. En gran medida me crié en varias de esas casas, en especial en la de los García Gutiérrez, había niños de mi edad y, para todos los efectos, eran familia. Cuando Mami llegaba de la oficina en su automóvil sabía donde buscarme. No me gustaba interrumpir mis juegos, ni enfrentarme a su pregunta de que si había hecho las asignaciones. Menos mal que en esa época daban pocas asignaciones.

CDH: ¿Tu padre se adaptó bien a Puerto Rico?
HF: Perfectamente. Es muy puertorriqueño y entiende a Puerto Rico como pocos. Aunque vive en Estados Unidos desde 1991, creo que emocionalmente está más acá que allá. Cuando llegó en 1941, Puerto Rico era mucho más grande por el mucho tiempo que tomaba viajar por la isla. Recuerdo de niño que ir a Caguas por la carretera vieja era todo un viaje. Cuando mi padre trabajó para el Fondo del Seguro del Estado, visitaba dispensarios por toda la Isla. Según me dijo, caminó todas las carreteras de Puerto Rico en su forito[1]. Quedó marcado para siempre por la isla y su gente. Ahora vive en Maryland con su esposa norteamericana pero aún insiste en hablarme en español. Lee mis poemas con mucha perspicacia y me hace excelentes comentarios y sugerencias. Papi aprendió a hablar español en gran medida con los jíbaros del norte de la Isla. Lo habla con mucha fluidez y tiene un vocabulario extenso. Su familia es de Richmond, Virginia. Allí pasó los primeros 24 años de su vida; después pasó aquí los próximos 50, luego regresó a los Estados Unidos. Mi padre sabe adaptase a los cambios; es parte de su sabiduría.

CDH: ¿Cómo fue tu educación? ¿Dónde?
HF: Desde kindergarten hasta undécimo grado estudié en St. John’s School del Condado; no la de Santurce que era y es episcopal. Me pusieron allí porque se enseñaba en inglés y porque no era una escuela religiosa. A pesar de eso, todas las mañanas recitábamos el Padre Nuestro (la versión episcopal, que termina: “for thine is the kingdom, the power and the glory, forever and ever. Amen”) y jurábamos la bandera norteamericana. Todavía me acuerdo de ambas letanías. Importaba que no fuera a una escuela religiosa. Mis abuelos paternos eran judíos ortodoxos y no consintieron a que mi padre se casara con mi madre, sólo porque mi madre no era judía. Mi abuelos maternos no eran religiosos y acogieron a mi padre sin problema.
        En undécimo grado me trasladaron a la Escuela Superior de la Universidad de Puerto Rico, la “High de la Universidad”, de donde me gradué en 1960. Hice mi bachillerato en la Universidad de Pennsylvania en Philadelphia y me gradué en 1964 con concentración en Lengua y Literatura Francesa. Regresé a Puerto Rico e ingresé al programa de Maestría en Estudios Hispánicos de la U.P.R. donde estuve dos años. El tema de mi tesis era Vida y Obra de Ramón López Velarde; preparé una bibliografía extensa tomada casi toda del gran fichero de Don Federico de Onís en el Seminario de Estudios Hispánicos, pero no comencé a escribir la tesis. Además de 30 créditos graduados, tuve que completar 30 créditos de bachillerato en estudios hispánicos que incluía Latín. Abandoné la maestría -me di cuenta de que no me interesaba lo académico- y en 1966 ingresé a la Escuela de Derecho de la U.P.R. de donde me gradué en el 1969. No tengo otros estudios formales, salvo aviación y marinería. Soy piloto de avionetas y de embarcaciones pequeñas.

CDH: ¿No tienes conexión alguna con la religión?
HF: Con instituciones religiosas, ninguna. En casa no se practicaba ninguna religión, ni era un tema importante; se entendía la religión como una institución social tradicional, y se le otorgaba el respeto debido tales instituciones. Así la entiendo yo. Mi madre era atea; si de niña fue creyente no me lo dijo, pero no creo que lo fuera porque sus padres no eran religiosos. Mi madre se educó en escuelas públicas que para su época eran muchísimo mejores que las de hoy. Además, su padre, mi abuelo, era superintendente de escuela y se aseguraba de poner a mi madre con las mejores maestras. Si mi padre fue religioso antes de casarse con mi madre, no lo sé, pero supongo que sí porque sus padres lo eran. No obstante, fui bautizado a los 7 años, según me informó mi madre años después, a insistencia mía por razón de que todos mis amiguitos estaban bautizados. A los 13 años, para complacer a mis abuelos paternos, hice el Bar Mitzvah en la Sinagoga en Miramar. Aprendí a leer el alfabeto hebreo, pero no a entender ese idioma. Con ese alfabeto, mi amiga Miriam y yo lo usábamos de clave para escribirnos notitas secretas. Por mi cuenta he leído La Biblia y la leo de vez en cuando. Creo que es fuente fundamental de la sabiduría occidental. La encuentro divertida y sabia, especialmente por sus aciertos sicológicos. La leo como mitología que tiene alguna base histórica, pero no como un texto místico, ni como “la palabra de Dios”. Para mí, Dios es un constructo necesario de la razón y el sentimiento, de nuestra “mente colectiva” si quieres, para explicarnos lo que de otra manera no podemos explicar; es una idea fundamental y milenaria, y para mí existe plenamente en ese ámbito. Nunca he sentido que Dios es una entidad o un ser que me vela, que me protege, que lleva cuenta de mi comportamiento, que me juzga, ni que lo voy a ver después que muera. Para mí, el alma es la vida misma. No creo que exista el cielo ni el infierno, ni que mi alma siga existiendo después que yo muera. Trato de comportarme éticamente y creo que casi siempre lo logro. Desde que me acuerde, he tenido un concepto bastante claro del bien y del mal, gracias a mis padres.

CDH: ¿No tienes un sentido de culpa?
HF: Me he sentido culpable cuando hecho algo malo, pero nunca en el sentido religioso. Entiendo el “pecado” como el mal que hacemos, tanto al prójimo como al planeta. El castigo que recibimos por hacer el mal es el cargo de conciencia. Te cuento una anécdota: cuando niño mataba pájaros con una honda. Un mañana camino al trabajo, ya tenía más de cincuenta años, vi en la acera una Reinita muerta; aparentemente algún niño la había matado. Me sobrecogió una pena tan conmovedora que no pude contener el deseo de llorar. Creo que ahí purgé una culpa que venía cargando desde niño.
        Pero el sentido bíblico de culpa es otra cosa. Por un lado está el astuto concepto del “pecado original” cristiano. Me parece injusto y contradictorio porque La Biblia dice que los hijos no serán responsables de los pecados de sus padres. Entiendo el concepto del “pecado original” como un mecanismo sicológico de la iglesia para manipular a sus feligreses con la culpa. No hay duda que para los cristianos la religión puede ser un gran negocio. Por otro lado, en algún lugar del Viejo Testamento hay unos versículos que Thomas Mann expande grandemente en su novela José y sus hermanos que además de ser una explicación del sentido de culpa judío y es también una manipulación de esa culpa. Cuando el pueblo nómada de Israel, es decir, Jacobo y sus descendientes, estaba en su apogeo, se detuvo en las afueras de un pueblecito amurallado. Luego de llegar a los acuerdos de rigor con el rey del lugar (no recuerdo el nombre del pueblito ni del rey) sobre uso de aguas, comercio, etc., se asentaron allí. El príncipe del pueblito se enamoró de una de las hijas de Jacobo. Como no era judío y no obtuvo permiso de Jacobo para casarse con ella, la raptó. Fue una metida de pata monumental. Los doce hijos de Jacobo comenzaron a levantar un ejército para atacar al pueblito y recuperar a la hermana raptada. Jacobo intuyó que algo muy terrible iba a ocurrir y reunió a todos sus hijos para calmarlos y discutir el asunto. Acordaron enviarle un mensaje perentorio al rey del pueblito: se convierten al judaísmo o les declaramos la guerra. Los israelitas eran mucho más numerosos y poderosos. Por supuesto, todos los del pueblo se convirtieron, lo que conllevó que todos los hombres se circuncidaran. No obstante, a los pocos días, cuando todos los hombres del pueblito estaban incapacitados por la primitiva circuncisión, los hijos de Jacobo levantaron un ejército, saquearon el pueblo, mataron a los hombres y raptaron a las mujeres. Incalculable metida de pata. Se realizaron las premoniciones de Jacobo. Jehová se le presentó y le dijo: ¿Qué has hecho, Israel? Has matado a tus hermanos. Por ese acto tú todos tus descendientes serán perseguidos por el resto de su existencia. Esto me parece tan injusto como el pecado original.

CDH: ¿Cómo fue que te dio por la literatura, siendo ambos padres científicos?
HF: He considerado eso, y no vayas a pensar que lo que voy a decirte es una broma. No elegí la poesía, la poesía me eligió a mí. Creo que hay vocaciones. El poeta nace con una especial tendencia hacia el lenguaje, una fascinación con las palabras, con el sonido y el significado de las palabras, solas y combinadas, con la obsesión de examinarlas, de fijarse en lo que los demás dan por sentado, de escudriñar lo obvio. Esa particularidad tiene que encontrar apoyo, manifestarse de alguna manera en la persona que tiene esa inclinación.
        En casa se valoraba la lectura. Mi padre tenía una biblioteca de miles de libros, casi todos de prosa en inglés. Mi abuela materna leía poesía casi todos los días; tenía poemarios sobre una mesita al lado de su butaca en la sala donde se sentaba a leer. Recuerdo el Romancero Gitano, de Lorca; Oasis y Nuevo oasis de José Ángel Buesa; Vendimia de José Antonio Dávila, Azul, Prosas profanas, y Cantos de vida y esperanza de Rubén Darío; La amada inmóvil de Amado Nervo; Pomarrosas y Sueños y volantines de José de Diego, y otros que no recuerdo. Esos fueron los primeros libros de poesía que leí.
        Empecé a escribir como a los doce años; coincidió con la pubertad. Creo que las hormonas estimulan el don además de al don. Te admito que en parte escribía para llamar la atención. En casa me lo celebraban, especialmente mi madre. Pronto descubrí que a las niñas les gustaba la poesía y ya yo empezaba a fijarme en sus atributos emocionantes y misteriosos. Leerles y mostrarles poemas permitía cierta proximidad. En esos comienzos llevaba en el bolsillo de la camisa un cuadernito con todos mis poemas que les mostraba o leía sin pudor. Era una exposición honesta, entonces la única posible. Yo no era atlético; no podía competir en ese plano con mis amigos, y la poesía compensaba bastante bien. Pero, más que nada, escribía porque me fascinaba escribir, por el mucho placer que me daba. Escribir tenía un valor que casi nada tenía. Me hacían sentido aquellos poemas de los cuales sólo recuerdo echarlos a la basura por lo malos que eran.

CDH: ¿Estudiaste literatura en la universidad?
HF: Sí. Pero te aclaro que nunca me gustó estudiar, ni en la escuela ni en la universidad. Estudiar era un deber que tenía que cumplir para ganarme la aceptación y el sustento de mis padres. Me aburría en la escuela y en la universidad. Se esperaba que yo estudiara medicina. Mi madre estaba convencida de que no había nada mejor que ser médico. Para ella, la medicina era la más digna de las profesiones. Me decía: “Vas a ser un gran cirujano porque tienes mucha habilidad con las manos”. Di por sentado que iba a ser médico. En la Universidad de Pennsylvania me recomendaron no especializarme en ciencia, sino aprovechar la oportunidad para estudiar otra cosa en el bachillerato ya que en la escuela de medicina estudiaría sólo ciencia. Tuve que tomar algunas ciencias básicas, pero mi concentración fue en lengua y literatura francesa. No sé por qué escojí esa concentración, quizá porque me pareció fácil. También hice cursos en literatura española: recuerdo uno del Siglo de Oro y otro de la Generación del ‘27. Pero durante mis años de bachillerato nunca puse en duda que estudiaría medicina.

CDH: ¿Qué pasó?
HF: Me rajé. Me aceptaron en la Escuela de Medicina de la UPR, pero cuando se aproximó la fecha de matricularme, fui y les dije que no me interesaba. Entonces no sabía qué hacer y le dediqué dos años una maestría en Estudios Hispánicos en la UPR. Ahí fue que conocí a las hermanas López Baralt[2]  y a doña Emma, su mamá. Hicimos un excelente arreglo: le daba pon a Luce y a Merce hasta su casa y allí me daban almuerzo; lo pasábamos bien.
        Para obtener un grado de maestría en esa época había que hacer una tesis que era como una tesis doctoral hoy. Durante mis estudios de maestría me di cuenta de que lo académico no era lo mío. Recuerdo que mi madre me decía preocupada: “¿Algo tienes que hacer?”. ALGO era estudiar una de cinco profesiones, porque en esa época lo único aceptable para un joven de clase media profesional era: la medicina, la abogacía, la arquitectura, la ingeniería o ser profesor con doctorado en una universidad. No había otra. Como ya yo estaba decidido a no estudiar medicina, mi madre trató de dorarme la píldora argumentando que Lloréns Torres y José de Diego fueron poetas y abogados. Comencé a estudiar leyes sin ilusión ni vocación, porque era “algo” que podía terminar en tres años.

CDH: Y eres abogado.
HF: Sí; aunque ya no ejerzo. Estudié en la Escuela de Derecho de la U.P.R. donde pasé las peores aburridas de toda mi vida estudiantil; me quedaba dormido sobre libros, especialmente en la clase después del almuerzo: después de comer en “El Obrero” era difícil mantenerse despierto, y más aún escuchando a cierto profesor que no voy a mentar. Pero mi clase, la clase del 69, era estupenda. Los paliques en los pasillos eran más interesantes que la gran mayoría de las clases; y lo mejor era las dos o tres fiestas semanales. Me gustó mucho la Escuela de Derecho, no por los estudios sino por todo lo demás. Tomé la reválida; tardaron meses en corregirla. Cuando mi amigo Ángel Hermida me llamó para decirme que la había aprobado no me alegré: me había llegado el momento de asumir la profesión; en otras palabras: se me acabó el guiso.

CDH: ¿Cuánto tiempo ejerciste la profesión de abogado?
HF: Ejercí desde 1970 hasta 1998, por veinte de años dentro de ese periodo de 28. Más o menos la mitad, de 1977 a 1985, cogí 8 años de vacaciones. Durante ese tiempo, además de que estuve viajando por Europa y México, en plan de poeta con mochila que vivía en hostales y comía en restaurantes populares, publiqué tres poemarios y como setenta críticas cine. En 1985 tuve que reintegrarme a la profesión porque se me acabó el dinero que heredé de mi madre. Esas vacaciones que me regalé fue la mejor inversión que he hecho en mi vida.

CDH: ¿Tuvo tu profesión algún impacto sobre tu poesía?
HF: Fue al revés. Mi actividad de poeta me ayudó a redactar documentos legales. Tenía facilidad para ver estructuras y formas, y los escritos legales son muy formales y estructurados. Si ves claramente las estructuras, la redacción legal se convierte en llenar blancos. Pero la gracia no está en ver las estructuras, sino en saberlas llenar. Te admito que, en un grado menor, disfrutaba la redacción legal. Para mí la dificultad en el ejercicio del derecho no yacía en entender las leyes y la jurisprudencia, ni en redactar los escritos, sino en la brega con clientes, abogados y jueces, en la burocracia gubernamental y la lentitud de los procedimientos. Eso aburre, desgasta y exaspera.
        Para la mayor parte de los abogados, escribir es regurgitar cliché tras cliché copiados de enciclopedias jurídicas y hacer sartas de citas de jurisprudencia. Por supuesto, sus escritos son aburridos, repetitivos, mal hilvanados, sin un claro desarrollo que lleve de la mano al juez a la conclusión deseada. Yo me esforzaba por escribir con claridad y brevedad, y que mis escritos fueran fáciles de leer y, si posible, entretenidos, para que el juez no tuviese que releerlos y, si posible, los leyera con placer.
        Para el abogado, como para el escritor, las palabras son sus herramientas principales y debe sacarles el mayor provecho.

CDH: Aparte de la poesía, ¿cuáles fueron tus lecturas de juventud?
HF: Entiendo aquí juventud como niñez y adolescencia. Mi abuela me leyó a Platero y yo durante mi infancia. No sé si eso cuenta como una lectura mía, pero creo que debe contar. No recuerdo las lecturas tenía que hacer para la escuela. Leía en El tesoro de la juventud pero casi exclusivamente de “Los dos grandes reinos de la naturaleza”. De la biblioteca de mi padre leía los libros más finitos. Recuerdo que lo primero que leí de Steinbeck fue Of Mice and Men. También recuerdo un librito titulado The Women of Lesbos sobre la poeta Safo, pero no recuerdo lo que leí ni el autor. Leí los cuentos de Edgar Allan Poe, y todas las aventuras de Sherlock Holmes. Leí ambos Jungle Books de Kipling y The Old Man and the Sea de Hemingway. Leí otras cosas, aparte de poesía, pero ahora no recuerdo. Leía comics. No era un lector sistemático.

CDH: Pero tu vocación por la poesía fue siempre firme.
HF: Eso es así. Cuando a los 12 años comencé a escribir, ya sabía que era poeta y que eso era y sería muy importante en mi vida. Debido a que hice la primaria y parte de la secundaria en una escuela donde se enseñaba todo en inglés, no sabía escribir bien en español. En mi conocimiento de español prevalecía el lenguaje hablado. Lo que no es tan malo como parece porque el oído del poeta se forma en la oralidad. Como no sabía nada de prosodia, ni versificación y casi nada de gramática y puntuación, escribía poesía como se escribe en los cancioneros, en el espacio que
queda entre los dos pentagramas, la letra de las canciones populares. Dividía las sílabas con rayitas y las enlazaba con trazos curvos. Comencé a escribir poesía tanto en español como en inglés. Entonces leía mucho más en inglés. Lo que leía en inglés me parecía más interesante. Cuando me fui a estudiar el bachillerato en lengua y literatura francesa, me enseñé gramática española para meterle mano a la gramática francesa. Me hacía más sentido aprender francés desde el español que desde el inglés.

CDH: Entonces te encaminaste firmemente por la poesía.
HF: Siempre estuve encaminado a la poesía. Ha sido lo único fijo en mi vida. Desde que comencé a escribir poesía, escribía casi todos los días. Cuando a los 21 años regresé con mi bachillerato de la Universidad de Pennsylvania, ingresé al programa de maestría del Departamento de Estudios Hispánicos de la U.P.R. Llegué con tres gruesos cuadernos de poemas: uno en español, otro en inglés y otro con 88 sonetos, ninguno de los cuales servía para nada salvo que en ellos aprendí a escribir sonetos.

CDH: ¿Tuviste algún mentor que te guiara en el oficio de la poesía?
HF: Mentor, como tal, no tuve. La primera persona de la Universidad de Puerto Rico que se interesó por mis poemas fue Enrique Laguerre[3]. Me estimuló y apoyó. Leyó poemas que le mostré y me hizo comentarios acertados. Me dijo que yo era poeta y que siguiera escribiendo. Fui varias veces a su casa en Dos Pinos.
        Doce años después, en 1977, hacía ya siete que era abogado, fui varias veces a casa de la Dra. Margot Arce de Vázquez[4] y tuvimos muy buenas conversaciones sentados en su balcón. Nunca la tuve de maestra ni de profesora, pero, y este pero es muy importante, estando yo en la “High de la Universidad”, Doña Margot en 1959 nos dio una conferencia sobre Garcilaso de la Vega. Comenzó con una pequeña introducción a la versificación. Nos habló de los versos de arte mayor y los de arte menor; nos habló de la “silva”, nos explicó el endecasílabo y, cuando nos reveló que tenían acentos internos, tuve una epifanía o algo muy parecido. ¡No sabía que los versos tenían acentos! Se me aclaró en ese momento un gran misterio: por qué sonaba bien un endecasílabo y otro no. Eso, que no es poco, le debo a Doña Margot.
        Regresemos al balcón de Doña Margot en 1977. Cuando Los pequeños laberintos era una manuscrito inédito, se lo llevé con cierto recelo porque algunos poemas tienen palabras soeces, otros son irreverentes y algunos pudieran considerarse sacrílegos. A ella le encantó el libro. Vio exactamente mi intención irónica y humorística. Me comentó que era una pena que no se escribiese más poesía humorística en Puerto Rico; indagó sobre mis lecturas de poesía inglesa y norteamericana; hablamos de e.e. cummings y de Ogden Nash. Doña Margot fue un estimulo muy importante.

CDH: ¿Cómo te relacionaste con tus contemporáneos?
HF: Cuando llegué a Estudios Hispánicos, fui a ver al Profesor Manrique Cabrera[5] por recomendación de mi madre. Me presenté a su oficina con los tres cuadernotes de que te hablé y se los puse en las manos. Manrique Cabrera los ojeó de lejito, me los devolvió y me informó que en el pasillo frente al Seminario de Estudios Hispánicos se reunían unos estudiantes que escribían poesía y publicaban una revista llamada Guajana”[6]. Fui a verlos, me pasaron revista y me rechazaron de plano, como dicen los abogados. Por muchos años fui persona non grata para ese grupo, que fue el grupo principal de poetas en Puerto Rico por casi dos décadas: del 1960 al 1980. Para ellos, yo no daba el grado como poeta porque no escribía poesía patriótica comprometida con el socialismo y la independencia de Puerto Rico. Sospecho que también me descualificaba mi desconocimiento de lo rural; no era “jíbaro”, ni lo fueron mis abuelos ni mis bisabuelos. No viví ese mundo, ni siquiera lo conocí vicariamente. Para mí lo rural fue y sigue siendo “folklore”. Otros descualificantes, quizás, era provenir de la clase media profesional y llamarme Hjalmar Flax. Con mis credenciales hubiese tenido que hacer un esfuerzo monumental para lograr su aceptación, y nunca me ha interesado demasiado la aceptación de nadie. En verdad, como no los conocía ni conocía su ambiente, no tenía gran interés en unirme al grupo. Pienso que si me hubiesen aceptado, no hubiese durado mucho. Los poetas de Guajana le estaban pidiendo peras al olmo. Ahora soy amigo de algunos de ellos; nos tratamos con cordialidad y respeto, y me invitan a algunas de sus actividades.

CDH: Tú no tenías filiaciones políticas.
HF: Milité por unos años en el PIP, a partir del 1966, luego de entrar a la Escuela de Derecho. Pero, aun en esos años, los temas de patria, independencia, justicia social, lo jíbaro y el campo, no figuraron en mi poesía.

CDH: En cierto sentido, pues, te desarrollaste solo.
HF: Como poeta, sí, salvo por mi amistad con Arturo Trías. Por muchos años, desde que éramos adolescentes, nos enseñábamos lo que escribíamos y nos hacíamos críticas muy duras. Aprendimos mucho juntos. Pero no tuve apoyo del "establishment" literario poético de entonces. Aunque, quizá lo siguiente pueda considerarse apoyo: en el 1964, la Sociedad de Autores Puertorriqueños celebró su primer certamen de poesía donde creo que me gané el primer premio de poesía femenina, aunque no me lo dieron.

CDH: ¿De poesía femenina?
HF: Esa es la única explicación de lo que te voy a contar. Tú sabes que los certámenes son anónimos. Uno envía su colaboración en un gran sobre sellado sobre el cual va escrito el título de la obra sometida. Adentro también va un sobre pequeño sellado que contiene la identificación del autor y por fuera también lleva escrito el título de la obra. En ese certamen se iban a dar dos únicos primeros premios, cada uno de $500 con medalla de oro, para el mejor poema de varón y el mejor poema de mujer. A nadie se le ocurrió la necesidad exigirle a los concursantes especificar su sexo en la parte de afuera de los sobres. Llamaron a mi casa y yo no estaba. Mi madre tomó la llamada, y salió a decirme cuando llegué: “Llamaron de la Sociedad de Autores Puertorriqueños, para decirte que te ganaste un premio. Llama a esta persona a este número.” Llamé emocionado y la persona que contestó, al escuchar el timbre de mi voz, me preguntó varias veces con asombro: “¿Que usted es Hjalmar Flax?” Me dijo que esperara un momento y al regresar me informó: “Pronto nos comunicaremos con usted”. Días después, en contravención de las bases del certamen, que no disponía que se dieran menciones honoríficas, me informaron que me había ganado “la primera mención honorífica”. El primer premio de poesía femenina se lo dieron a una maestra que estaba enferma, madre de Harry Rexach, el de “El solar de Harry Rexach”[7], por un poema que comparaba nubes y ovejitas. El primer premio de varón se lo dieron a Francisco Arriví, que no debió haber competido en un concurso para amateurs. Durante la ceremonia de premiación leyeron el laudo y me di cuenta de que gran parte tenía que ver con el poema que sometí. Además, me llamaron a leer el poema y lo leí. Aparece publicado en 44 poemas y se titula “While You Were Out”.

CDH: Cuéntame un poco de una ya famosa tertulia de escritores que tenías con un grupo de tus contemporáneos. No es común aquí una tal tertulia que durara, además, tanto tiempo.
HF: Creo que sabes que José Luis González la menciona en su segunda vuelta al País de cuatro pisos. Se unía a nosotros cuando venía a Puerto Rico. Tú misma fuiste invitada nuestra, ¿recuerdas?, cuando nos reuníamos en La Casita Vieja en la 22 abajo, llegando al Condado. Comenzamos en el 1985. La tertulia duró como ocho años, y en cierta medida, José Luis González la provocó.
        Durante las vacaciones extendidas que te mencioné fui a México, D.F., tras una novia que había conocido en Yugoslavia. En México me encontré con Susana Matos, a quien conocía desde la “High de la UPR”, y a insistencia de ella fui a ver a José Luis González[8] , a quien no conocía. Fui a su casa dos veces. Le regalé mi segundo libro y le mostré poemas que luego aparecieron en mi tercero. Le gustaron, me pronunció poeta y me ordenó llamar a Edgardo Rodríguez Juliá, a quien tampoco conocía. José Luis González estimaba mucho a Edgardo, me dio su teléfono y cuando llegué a P.R. lo llamé. Le propuse reunirnos a tertuliar. Me dijo que eso era una pendejada decimonónica. Pero nos reunimos de todos modos, y no funcionó para nada porque éramos sólo dos. Invitamos a José Luis Vega. Pero éramos tres macharranes y decidimos que hacía falta la presencia civilizadora de una escritora. Sugirieron a Olga Nolla, a quien tampoco conocía. Llegó Olga y la tertulia mejoró del cielo a la tierra. Sin necesidad de verbalizarlo, sabíamos que estábamos allí porque éramos escritores. Hablábamos de muchas cosas además de literatura. Nos reuníamos los jueves en El Hipopótamo; luego pasamos por varios lugares hasta terminar en La Casita Vieja, donde mejor estuvimos.
        A la tertulia se unió un quinto, Manuel Martínez Maldonado[9], “Yini”, que llegó como a los dos años de estar formada, cuando todavía nos reuníamos en el Hipopótamo. Llegó porque yo iba al Hospital de Veteranos a hacer ejercicios con mi padre y allí lo conocí. Se había leído Los pequeños laberintos. Se había enterado de nuestra tertulia, me dijo que le gustaría ir, lo invité y se integró. Yini completó el conjunto. Traía de invitados a la tertulia a personas que conoció en sus viajes: recuerdo a Francisco Brines por su cordialidad y a Carlos Bousoño por lo grosero y descortés. A menudo, durante esos ocho años, lo más interesante que me ocurría en la semana era la tertulia. Luego se acabó: Edgardo se fue a Aguas Buenas a escribir una novela y no podía bajar los jueves; José Luis Vega estaba enamorando a su esposa, Catalina, y casi nunca se presentaba; y Yini se fue a los Estados Unidos. Nos quedamos solos Olga y yo y decidimos terminarla porque dos personas no hacen tertulia. Como todo, tuvo su comienzo, su plenitud y su fin.

CDH: Tu voz poética es singular. Yo recuerdo mi sorpresa cuando leí tu primer libro; no había antecedentes aquí para esa poesía.
HF: Me parece que el que leíste no fue el primero, que fue una edición de autor que circuló poco, sino el segundo: Los pequeños laberintos. Creo que no te gustó, en especial la última parte, que es prácticamente la mitad del libro. Esa parte pudo haberte ofendido por el tono de burla, por el lenguaje a veces soez y por la irreverencia a veces “sacrílega”. El ambiente de todo el libro es urbano y se refleja en los poemas. Ese tipo de poesía urbana, cosmopolita, era común fuera de Puerto Rico. Pienso en e.e. cummings, que me gustaba mucho y lo leía desde la universidad, y también en Nicanor Parra[10] que vine a conocer mucho después de haberse publicado ese libro.

CDH: Hay una ironía mordaz en tus poemas.
HF: Me di cuenta de la “mordacidad” cuando me la empezaron a señalar. Para mí ese tono siempre fue lo natural, me atrae y se me da. Tiene mucho que ver con el humor. Yo no me propuse escribir poesía irónica. Pero para mí no había ni hay temas tabú ni sagrados; y lo solemne, por lo general, es cómico. Además, me encanta jugar con las palabras. Por ejemplo: no es lo mismo escribir “respetar” que “re-espetar”. Recuerdo lo mucho que gocé con el lema eleccionario del PIP: “Darse a respetar”.

CDH: Éste es un país solemne, muy poco dado a la ironía: tienes que haber tenido muchos choques.
HF: Pues mira, no tuve muchos choques. En Puerto Rico la reacción a lo chocante es ignorarlo, hacerse de la vista larga, no confrontarlo. El puertorriqueño, casi siempre, prefiere tolerar a protestar. Yo prefiero, casi siempre, protestar a tolerar, y si puedo me gusta hacerlo con esa ironía que llamas “mordaz”.
        Somos tan solemnes (y me excluyo) porque no sabemos reírnos de nosotros mismos, de nuestra idiosincrasia, de nuestros rasgos culturales. Hacemos chistes de los homosexuales, los extranjeros, los viejos, los gordos, los incapacitados, los borrachitos, los tecatos, en fin, de cualquier grupo al cual no pertenece el que hace el chiste. Pero nunca hacemos chistes de los puertorriqueños como tal, a menos que no sea para demostrar superioridad. Nos ofende reírnos de cómo somos, y por eso me parece que no nos conocemos tanto como creemos conocernos. Cuando pensamos colectivamente, proyectamos al puertorriqueño ideal, al puertorriqueño que debe ser, no al que en realidad es. Esa visión idealizada no sirve para nada.
        Es fácil reírse de lo solemne porque dentro de lo solemne casi siempre no hay nada. Pienso en la solemnidad de las estatuas de bronce, que son estáticas y huecas. Para mí, lo solemne, si no mata, trivializa. La ironía conserva lo vital, presenta posibilidades, señala caminos, y tiene mucho que ver con el understatement.[11] La jaibería, característica del jíbaro, nada tiene de solemne; es ironía y understatement. Creo que esa forma, ese tono menor, da más fuerza a lo que se dice que la solemnidad grandilocuente y pomposa. Considera que casi toda la poesía mala es solemne y grandilocuente y pomposa. En Razones de envergadura publiqué un soneto sobre una mujer que no se afeita las axilas. El primer verso dice: “Bella joven, los pelos del sobaco”. Lo interesante del verso está en el contraste entre la primera y la segunda parte. Pero decir “los vellos de las axilas” en vez de “los pelos del sobaco”, no sólo mata el verso, sino que es una solemne pendejada.

CDH: Es que usas un lenguaje cultural diferente al usual.
HF: Creo que toda cultura tiene varios lenguajes; unos más apropiados que otros. He notado que las personas solemnes no escuchan a los demás, y sólo se escuchan a sí mismos. Quizás ni a sí mismos se escuchen, porque si se escucharan les daría risa y las personas solemnes nunca se ríen de sí mismas. No creo que el lenguaje de la gente solemne sea, ni deba ser, el lenguaje de nuestra cultura. Me parece que si vamos a señalar nuestro lenguaje cultural por excelencia, tendría que reflejar fuertemente el lenguaje popular actual, lleno doble sentido, de juegos e ironías.
        Luis Palés Matos se refirió al “lenguaje blando y chorreoso” de “la aristocracia de dril” para distinguirlo de la lengua viva popular, en donde creo, como él creía, que está lo fundamental de nuestro lenguaje cultural. Pero ese lenguaje no puede ser, ni debe ser pobre, chabacano, balbuceante, e intervenido en su estructura por el inglés. No me refiero al uso de anglicismos, que sólo demuestra falta de vocabulario o pretensión de ser “chic”; me refiero al uso equivocado de preposiciones, al abuso del tiempo pasivo y del gerundio, a la construcción y sintáxis inglesa, etc.: es como si el hablante estuviera transliterando del inglés. Escucho esa manera de hablar muy especialmente en adolescentes de las escuelas privadas más cotizadas; hablan en inglés con palabras del español. Estos estudiantes provienen, en su gran mayoría, de nuestra clase media alta profesional. ¿Será ese un lenguaje de nuestra cultura que predominará? Espero que no.

CDH: Quizás la influencia de tu padre norteamericano te dio ese don para la ironía.
HF: No lo creo. Quizá estés pensando en el humor del judío neoyorquino ejemplificado por Woody Allen. Mi padre y Woody Allen son polos opuestos. El humor en casa provenía del lado materno. Mi padre es bastante comedido. Conmigo ha aprendido a ver el humor en mi poesía. De sus poemarios el que más me gusta es el primero, publicado después que mamá murió: se titula September Songs. Mami murió en septiembre. El título evoca una canción famosa del 1938: “September Song”.

CDH: De esa época me encanta el “Anniversary Waltz”.
HF: Eres una romántica. Me gustan los valses de Chopin. ¿No te parece irónico que el único puertorriqueño que se dedicó a escribir valses se llama Balseiro? En fin, que cuando estudié piano posiblemente tuve que aprender algún vals. Pero era malísimo estudiante, vaguísimo. Empecé mis malogrados estudios de piano con la hermana de Noro Morales, y llegué al primer movimiento del “Moonlight Sonata”, que nunca toqué nada bien; luego estudié con Héctor Campos Parsi, que pronto se dio por vencido y se dedicó a hablarme de música y a ilustrar lo que me decía con Bartok, Hindemith, Stravinsky, Franck y otros; luego estudié poco tiempo con Angelina Figueroa, que tenía paciencia de santa. No aproveché las clases; no practicaba. No aprendí a leer música de corrido. Tenía y tengo buen oído, y trampeaba.

CDH: Dices que eres vago, pero tu poesía es muy trabajada.
HF: Soy vago para algunas cosas, pero no para la poesía. Reviso mucho. Aprendí con mi primer libro a no publicar nada que no haya estado engavetado por lo menos seis meses. En ese libro metí dos poemas a última hora y lo que hice fue meter la pata. Pero reconozco el peligro de revisar en exceso, porque he desmejorado poemas. No obstante, creo en revisar. Conozco poetas que no revisan. Mi amiga Olga Nolla, por ejemplo, tenía la costumbre de no revisar; tenía una exagerada fe en primeras versiones.

CDH: El libro que mencionas es 144 poemas en 2 Libros. Lo publicaste con Arturo Trías, hijo de José Trías Monge, que fue presidente del Tribunal Supremo.
HF: En ese volumen salió mi primer libro, 44 poemas, y el segundo de Arturo Trías, 100 poemas. De ahí el título: 144 poemas en 2 libros. Se publicó en 1969. Escogí 44 poemas de todo lo que había escrito hasta entonces, más de 300 poemas. Todavía me gustan 42. Incluí los mentados poemas que nunca vieron gaveta para impresionar a una muchacha que no me dio ni las gracias. Recientemente me he dado cuenta de que en ese libro está el germen de todo lo que escribiría después, quizá no el humor craso, pero sí la ironía, y hasta el tono, que es tan importante porque te define; es tu huella digital poética.

CDH: La ironía es una cierta perspectiva, un alejamiento de la misma materia poética.
HF: No creo que la ironía sea un alejamiento de la materia poética. Es una manera muy eficaz de acercarte a la poesía y al mundo. La poesía no está en su tono, aunque siempre tiene un tono definitorio.

CDH: Me has dicho que el acto creativo es esquizofrénico.
HF: No en el sentido siquiátrico de enfermedad mental, pero creo que todo artista brega con el desdoblamiento de su persona y la recreación de sentimientos y sensaciones. Me refiero al poeta moderno, según lo define Cohen en Poesía de nuestro tiempo. El poeta moderno se coloca en el centro de su poesía, escribe de su relación con el mundo que lo rodea, escribe de su particular visión de ese mundo y de los sentimientos y pensamientos que esa visión provoca. Esto difiere totalmente del poeta clásico, según lo define Cohen. La poesía épica es un buen ejemplo de lo que Cohen llama clásico. Aquí el poeta es un juglar que está al margen, fuera del poema, describe acontecimientos notables o interesantes y muchas veces los exagera y hasta se los inventa, pero no habla de sí mismo. Aquí “moderno” no significa contemporáneo, y “clásico” no se refiere a un momento histórico cumbre. Dentro de la definición de Cohen, Garcilaso de la Vega es un poeta moderno.
        Es muy difícil, si no imposible, escribir sobre algo que te ha herido durante el momento del trauma. El poeta, como todo el mundo, tiene que sanar lo suficiente para tomar la distancia que le permita ver y entender. Pero, a diferencia de los demás, tiene que regresar al momento traumático, volver al sentir el dolor y recuperar la experiencia para poder escribirla y describirla. Es como hurgarse una herida que está sanando para que sangre otra vez. No es prudente ni saludable, lo aconsejable es sanar, pero es esencial al proceso creativo. Quizá para el poeta ése sea su proceso de sanación. Es algo muy extraño el placer que da escribir poemas sobre algo que te causa dolor. No hay duda que el poeta goza profundamente cuando le está saliendo bien un poema sobre algo que lo entristece profundamente. Imagínatelo llorando a carcajadas o riendo a lágrima viva y tendrás una idea simplificada de lo que le está ocurriendo. Por eso digo que el proceso de escribir es esquizofrénico, o parece serlo.
        Hay un poema genial de Pessoa que expresa con mucha claridad lo que yo he tratado de decir. Se titula AUTOPSICOGRAFÍA. La primera estrofa dice: “El poeta es un fingidor / finge tan completamente /que llega a fingir que es dolor / el dolor que de veras siente.” Aquí, fingir no es engañar, ni aparentar; se refiere al oficio del poeta que le permite transformar su dolor en poesía, al artificio del arte poético.

CDH: Tu poesía tiene de la de Ogden Nash.
HF: Me encantan, como a él, los juegos de palabras descarados y sorpresivos, ¿recuerdas THE COBRA: This creature fills its mouth with venom / and walks upon its duodenum.; o FLEAS: Adam / had’em. ; o REFLECTIONS ON ICE- BREAKING: Candy / is dandy. / But liquor / is quicker. Nash es un maestro. Ojalá tuviese su talento.
        He notado que, por lo general, los puertorriqueños no asocian el humor con la poesía, ni entienden que la ironía puede ser poética. Al leer en público mis poemas lúdicos, que son chistes, he soportado varias veces el pesado silencio de la ausencia de risa. Creo que se dan cuenta del chiste pero no se atreven reírse porque creen que no se supone que la poesía dé risa. Están respondiendo más a prejuicios que a lo que están oyendo. Quizá debiera comenzar diciendo: “Les voy a hacer unos chistes que parecen poemas.”

CDH: ¿Qué crees de la preocupación constante de la literatura puertorriqueña con la identidad, con la necesidad de definirnos, de validarnos?
HF: Yo no tengo problemas de identidad. Soy puertorriqueño y lo he sabido siempre, aún cuando me lo han puesto en duda. Como soy puertorriqueño, lo que escribo es, por definición, poesía puertorriqueña. Sé que existe el temor de que la cultura se está perdiendo, pero la cultura nunca se pierde, se transforma. Se pierden los modales, el buen trato, la consideración, el buen gusto, los valores, la moral, y hasta la higiene, pero la cultura no se puede perder pues donde existan seres humanos habrá cultura. No se puede inmovilizar lo que por su naturaleza es dinámico. Otra cosa es que a uno no le guste hacia dónde se encamina esa transformación. A mí no me gusta la chabacanización ramplona en la cultura popular; ni la tusería en la televisión; ni la falta de inteligencia, pobre redacción y excesiva frivolidad en nuestros periódicos; ni la mercenaria amoralidad publicitaria; ni la corrupción gubernamental; ni la desconsideración y falta de modales de la gente que me encuentro en la acera y en la carretera; ni el basurismo; ni tantas otras cosas que ya son parte de nuestra cultura. Quizá mi disgusto es señal de que me estoy poniendo viejo. Pero regreso al tema de la identidad. Casi siempre la literatura que trata de eso me aburre solemnemente.

CDH: ¿Crees tú que la literatura puertorriqueña tiene cuerpo como para sostenerse como una literatura singular en el concierto literario latinoamericano?
HF: No soy la persona adecuada para decir si nuestra literatura tienes pies y cabeza, pero supongo que sí; espero que sí. Aquí hay escritores de excelencia y con dos o tres escritores excelentes se sostiene cualquier literatura. Pienso en Luis Palés Matos, que está a la altura de cualquier poeta no sólo de Latinoamérica sino del mundo. Pienso en Luis Rafael Sánchez, en José Luis Vega, en Edgardo Rodríguez Juliá. Edgardo ha sido traducido al francés y Rosario Ferré al inglés. He leído a excelentes poetas jóvenes: Kattia Chico, Noel Luna, y Javier Ávila, y también a excelentes cuentistas jóvenes: José Liboy Erba, entre otros. Pero no leo lo suficiente para hacer ese tipo de juicio. No siento la compulsión de “estar al día”, de descubrir nuevos escritores. Abro un libro, lo ojeo algo, leo un par de párrafos, uno o dos poemas y, si no me gusta, no sigo leyendo. Y siempre cuelo todo por el apretado cedazo de mis gustos.
        Latinoamérica es muy grande y muy diversa (parafraseo a Ciro Alegría), y es cosa de ilusos comparar a San Juan con las grandes capitales latinoamericanas. Puerto Rico es periferia; nunca fue un gran centro cultural. Prefiero la oferta cultural de las grandes ciudades. Somos un país tercermundista con una oferta cultural pequeña. Pero todavía creo que somos un país.

CDH: ¿Tiene algún peso en tu obra la tradición literaria puertorriqueña?
HF: Supongo que la tradición literaria puertorriqueña es la suma de las obras escritas por puertorriqueños. Creo que al principio tuvo peso porque entre mis primeras lecturas de poesía en español estaban los poetas puertorriqueños que leía mi abuela. No creo que después haya tenido mucho peso en mí nuestra tradición literaria, salvo quizás para darme cuenta de la distancia entre lo que escribo y esa tradición, según la entiendo. Quiero poner aparte a Luis Palés Matos. Por la admiración que le tengo, me gustaría que su obra pesara en la mía, pero no sé cuanto pesa porque lo descubrí bastante tarde.
        Se me ocurre que, por definición, ya soy parte de la tradición literaria puertorriqueña; y me pregunto si lo que he escrito haya tenido algún peso en lo que otros hayan escrito o estén escribiendo. ¿Quién sabe? No me inquieta.

CDH: ¿Crees que los escritores de origen boricua que escriben en inglés en Estados Unidos forman parte de nuestra tradición literaria?
HF: ¿Por qué no? No me molesta que se considere literatura puertorriqueña la que escriben boricuas que residen fuera de Puerto Rico, aunque sea en inglés. Pero te admito que no me gusta casi nada de la poesía nuyorican que he leído. Me gusta la poesía de Julio Marzán, que vive allá y no escribe en spanglish. No me gusta el “spanglish”; me parece un lenguaje pobre, balbuceante e intervenido por el inglés. Para mí el “spanglish” es folklor, antropología, sociología. Por lo poco que he leído, en la poesía escrita por poetas boricuas jóvenes que residen allá hay mucha influencia del rap. Para mí, la poesía requintó con el rap.

CDH: ¿Cómo que requintó?
HF: Dio un gran salto hacia atrás. El rap, según lo entiendo, se originó en las llamadas "inner cities" de los Estados Unidos; entre personas de poca o ninguna escolaridad, ignorantes, vapuleadas por el sistema, y contra quienes pesaba todo tipo de prejuicios. Es como si hubieran tenido que volver a inventarse la rueda para encaminar su necesidad de expresión artística. Prácticamente estaban en tabula rasa, y esa necesidad los llevó a los comienzos, a redescubrir, sin saberlo, una forma muy parecida a la estrofa medieval llamada cuaderna vía[12] que usó con éxito Gonzalo de Berceo. En la cuadernavía cada verso tiene la misma rima al final: pon, pon, pon, pon, y un ritmo muy marcado y cansón por lo invariable. Es una forma muy aburrida.
        Al escuchar una buena canción, uno se da cuenta de que los acentos de las palabras caen en los acentos de la música; en una canción mala, usualmente el intérprete tiene que cambiarle la acentuación a alguna palabra para encajarla en el ritmo. El rap hace eso como norma. A mí me hace el mismo efecto que raspar uñas en la pizarra, o el zumbido de la barrena del dentista. No obstante, me doy cuenta de que el rap, no sólo llena necesidades de expresión artística, sino que llena necesidades económicas, y las llena muy bien. Además, refleja la realidad machista, violenta y delincuente de esas "inner cities". Yo no tengo nada que buscar ahí desde el punto de vista cultural, ni para mi desarrollo poético.

CDH: ¿Y el uso del inglés?
HF: Me parece bien que un puertorriqueño escriba poesía en inglés, o en francés, o en cualquier idioma. En Poemas de La Bestia publiqué varios poemas en inglés y hay uno que me gusta mucho: “Cupid’s Quarry”. A pesar de que lo hablo y lo entiendo bien, no escribo más en inglés porque no me parece que lo entiendo tan bien como el español. Es mi segundo idioma. No hablaba inglés hasta que lo aprendí en la escuela. La experiencia oral y cultural en inglés es inferior a la que tengo en español. Aunque tengo un vocabulario extenso en ese idioma y a menudo se me ocurren palabras o frases que me ayudan a encontrar la palabra o frase en español. No me refiero a la traducción que pueda dar un diccionario bilingüe. Para mí, el significado de una palabra rebasa por mucho su definición lexicográfica; tiene una pluralidad de matices y connotaciones que no aparecen en el diccionario: todo eso opera dentro del poema. En inglés tengo menos acceso a ese significado amplio y plurivalente y por eso me siento menos seguro cuando escribo en inglés.
        No clasifico la mogolla llamada “spanglish” como inglés; me parece una mezcla rudimentaria y pobre de los idiomas que su mismo nombre señala.

CDH: Fuiste crítico de cine, ¿cuándo? ¿te gustó el oficio? ¿qué añadió a tu experiencia como escritor?
HF: Fui crítico de cine del periódico El Nuevo Día por un año, desde mediados de 1980 hasta mediados de 1981. Publicaban mis críticas en la sección Por Dentro, que era muy distinta a lo que es hoy. Sustituí a mi amigo José (Gugo) Umpierre, que se fue a México a terminar su doctorado en sicología. Siempre me gustó mucho el cine y hacer crítica le añadió una dimensión que disfruté enormemente. Compré libros de referencia, del oficio cinematográfico, de cómo escribir guiones, y diccionarios especializados. Descubrí un estupendo modelo de crítica cinematográfica en las que hacía Vincent Canby y se publicaban en The New York Times. Gloria Leal, directora de Por Dentro, me exigía una crítica semanal de dos cuartillas y media. Las críticas de Canby daban esa medida exactamente. Copié la estructura de las críticas de Canby. Ya, a las dos o tres semanas, me sentaba a escribir y no tenía que cortar ni añadir: me salían dos cuartillas y media. A veces Gloria me pedía críticas para publicarse los domingos, y entonces eran de 6 a 8 cuartillas. Éstas eran más difíciles de hacer, pero las pagaban mejor. Me ganaba unos chavitos. Pero el gran beneficio era entrar gratis con acompañante a todos los cines. En Puerto Rico hay muy pocos dueños de cadenas de cine y con un par de pases bastaba. Iba al cine casi todas las noches, a veces a dos cines. Además, preparaba semanalmente una filmoguía donde escribía un corto párrafo por cada una de las seis o siete películas en cartelera que yo escogía. Recuerdo ese año con entusiasmo y alegría.
        En cuanto a qué añadió a mi experiencia como escritor: pues mira, aprendí a escribir críticas de cine de dos cuartillas y media. Fue también una pequeña incursión en la prosa. Hasta la fecha sólo había escrito prosa en documentos jurídicos y cartas personales. También adquirí consciencia de lo que muchos años después conversaría con Edwin Reyes: que el cine y la poesía se parecen mucho.

CDH: ¿Algo más que quieras añadir?
HF: No creo. Me parece que ya he hablado demasiado.
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[1] Manera coloquial de referirse a un auto marca Ford.
[2]Luce y Mercedes López Baralt son unas estudiosas y profesoras de literatura muy reconocidas. En este libro hay una entrevista a Mercedes López Baralt.
[3]Enrique Laguerre (1906-2005), uno de los más prolíficos novelistas que ha tenido Puerto Rico. Fue también periodista, ensayista, crítico y profesor.
[4]Margot Arce de Vázquez (1904-1990), escritora, ensayista, estudiosa de la literatura y profesora de la UPR.
[5]Francisco Manrique Cabrera (1908-1978), fue un poeta y profesor puertorriqueño, autor de la primera historia de literatura puertorriqueña (1956).
[6]Guajana se fundó en el 1962. Entre el grupo que se reunió en torno a esa publicación se encontraban los poetas universitarios Vicente Rodríguez Nietzsche, Andrés Castro Ríos, José Manuel Torres Santiago, Wenceslao Serra Deliz y otros. Su poesía era militante, politizada y comprometida.
[7] Harry Rexach vendía autos usados.
[8] José Luis González (1926-1997) fue un pensador, ensayista y narrador puertorriqueño que pasó gran parte de su vida en el extranjero y estuvo identificado con la causa socialista. Fue profesor de la UNAM en México. Sus ensayos de interpretación sobre la realidad puertorriqueña tuvieron mucha repercusión en el país.
[9] Manuel Martínez Maldonado (1937) es un nefrólogo que también es poeta.
[10] e.e.cummings (1894-1062) fue un ensayista, dramaturgo y poeta estadounidense conocido sobre todo por la estructura poco convencional de sus poemas y el uso original de la puntuación. Nicanor Parra (1914), es un poeta chileno que escribió lo que llamó "anti-poesía", una poesía con temas cotidianos y de sesgo irónico, escrita en lenguaje coloquial.
[11]"Understatement" es lo contrario a la exageración y la retórica. Es, literalmente, decir menos de lo que amerita el asunto.
[12] Llamada también tetrástrofo monorrimo, la cuaderna vía es un tipo de estrofa de cuatro versos con una rima consonante que usó el poeta Gonzalo de Berceo en el siglo XIII. Cada verso tiene 14 sílabas y una pausa en el medio.
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Nacida en San Juan, Carmen Dolores Hernández estudió su bachillerato en el Colegio Universitario del Sagrado Corazón de esa ciudad; tiene una maestría en literatura de New York University, un diploma de francés de la Universidad de Ginebra y un doctorado en Filosofía y Letras con especialidad en Literatura Española de la Universidad de Puerto Rico.

Después de enseñar brevemente en la Universidad de Puerto Rico, se dedicó a la crítica literaria en el periódico El Nuevo Día. Además de escribir artículos culturales y reseñas de libros con frecuencia semanal desde el 1981, estuvo a cargo de las revistas culturales de ese periódico, “Foro” y “Letras” (2002-2005).

Colabora habitualmente en revistas puertorriqueñas y del extranjero (Estados Unidos, México y Alemania) y ha publicado los siguientes libros: Manuel Altolaguirre, vida y literatura (Editorial de la UPR, 1974); De aquí y de allá. Libros de Puerto Rico y del extranjero (Biblioteca de Autores Puertorriqueños, 1986), Puerto Rican Voices in English. Interviews with Writers (Praeger Publishers, 1997), Ricardo Alegría. Una vida (Plaza Mayor, 2002) y A viva voz (Grupo Editorial Norma, 2008). Ha editado un libro de ensayos sobre literatura puertorriqueña, Literatura puertorriqueña. Visiones alternas (Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, 2005) y un volumen que reúne los cuentos ganadores del Certamen de Cuento de El Nuevo Día, que inició en 1997, “Convocados” (2009). Un artículo suyo sobre la escritura de la Diáspora puertorriqueña se incluyó en la obra colectiva Literary Cultures of Latin America. A Comparative History (Oxford University Press, 2004).

Es miembro de número de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española.



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